viernes, 23 de noviembre de 2018

Mota, cuento de @Ed_M_Undo

La casa de mi abuela quedaba en Rumichaca y Benalcázar. Era una casa que en los ochentas ya era vieja. El Barrio era más viejo aún y ya no quedaba nada del resplandor de las grandes casas del Centro en la zona. En la esquina quedaba la zapatería Espín y cosían pupos de fútbol a mano. Me encantaba pasar frente a la vitrina, aspirar el aroma al pegamento y ahora que lo recuerdo nunca entré al local. La casa tenía dos piso y en la planta alta vivió por décadas mi abuela con mi tío Chalo.

La casa era de madera a excepción de los pilares y los balcones. Recuerdo que en un año nuevo puse 2 chispeadores en unos de sus grandes ceniceros de cristal y se cortó por la mitad, no tanto como una rotura sino como un desensamblaje, como si los átomos del cristal decidieron frente a mi separarse haciéndome pensar que había sido mi culpa esa acción. Lo que menos me gustaba era el perro pequinés de mi abuela que siempre me gruñía cuando lo encontraba mientras jugábamos a las escondidas. Ella la llamaba La Mota.


Mi abuela nunca tuvo buen gusto, todo su piso desde el piso a mitad de la pared era color café oscuro y su color tenía la habilidad de absorber toda la luz, nada brillaba en casa de mi abuela. Tenía una extraña cantidad de ceniceros pero ella nunca fumó. Me llamaban la atención los grandes ceniceros de bronce en forma de mosca gigante. ¿Por qué pensaría que una mosca gigante podría ser una pieza de decoración? Lo más extraño aún es que nunca se lo dije y cuando murió se los heredó a mi madre, así que un día cuando ya no vivía en su casa husmeando en su gran mueble aparador me encontré esas moscas que con sus opacos ojos metálicos me miraban desde otro planeta.

La casa olía a viejo y era larga como un chorizo que con mi prima y mis hermanas podíamos hacer competencias de atletismo por el corredor que daba a una puerta clausurada que un día descubrí daba a un minúsculo patio interior que tenía dos lavaderos. ¿Por qué instalar un fregadero frente a otro en el mismo patio que no tenía espacio para colgar la ropa? A veces pensaba que esa casa era el muestra absoluta del antidiseño. El cuarto de dibujo de mi tío era también diminuto, su enorme mesa de dibujo ocupaba casi todo el espacio y me encantaba la ventanita como de cuento de hadas que daba al gran comedor familiar.

Pero lo que más me llamaba la atención era la claraboya. Incluso el nombre claraboya me parecía especial. Este espacio con salida al techo era un ducto que conectaba los dos pisos de la casa que de niños nos había prohibido asomarnos. Tenía cuatro pequeñas ventanillas y a veces escuchaba a la familia de abajo.

Un día de curioso le pregunté al inquilino de abajo hacia donde llegaba la claraboya y me dijo que al piso subterráneo. En ese momento se abrió en mí la misión que debía resolver cuanto antes pues nunca hubo un patrón de visitas donde mi abuela porque vivíamos en Urdesa. Podían pasar meses sin visitarla para que luego lo hiciéramos de 2 a 3 veces por semana. Luego de fallidos intentos por encontrar el camino un día la vecina nos mostró una pequeña puertita que estaba al pie de su cocina. Me advirtió que nadie entraba ahí salvo un empleado que desapareció hace años. Entramos con miedo al pasadizo que olía a humedad y en en fondo encontré todas las fundas de caramelo que había arrojado por la claraboya, un par de juguetes que había perdido años atrás cuando escuchamos un sonido que nos heló la sangre, luego el agitado suspiro de algo en la oscuridad que estaba cerca de nosotros. Era La Mota con sus ojos rojos que paseaba por ese laberinto de concreto y no entendíamos como había llegado allá abajo sin pasar por la puerta.

Lo que verdaderamente nos asustó fue que al salir su abuelo contó que el empleado que había trabajado durante décadas era un hombre del campo que no sabía leer ni escribir, hablaba poco y cuando lo hacía nadie entendía y siempre se la pasaba tosiendo. Lo que nadie hizo fue llevarlo a un médico para que le diagnosticara la pulmonía que lo fue consumiendo. Él vivía en el pasadizo y luego de un feriado nunca supieron más de él. Años más tarde al bajar un día al pasadizo al fondo encontraron su cuerpo momificado. Había muerto y nadie lo había notado. Se había convertido en huesos que calzaban su única ropa. Que él fue uno de los encargados en sacar el cadaver y no lo nunca pude olvidar fue la descripción de una media que al inclinarla caían los huesos de la mano.

Esa historia sin duda nos dejó sin sueño un par de noches pero el miedo hacia la Mota y su aparición por arte de magia allá abajo nunca la olvidé. Cuando murió no puedo mentir que me sentí mejor. Lo malo es que a las pocas semanas mi abuela vendió la casa y nunca pude volver a verla.

martes, 20 de noviembre de 2018

¿Por qué se cortó las uñas esa semana?, narración canibal de @Ed_M_Undo

No les quisiera contar lo que está pasando en Rusia. Hay algo maldito con esa tierra. Debió ser el futuro. Terminó siendo el pasado. Lo que no les quiero contar ocurre en el mundo más abajo de las mafias. Es una situación endofágica. Es una cuestión de antropofagia. Muy cercano a la coprofagia.

En cierto lugar de Rusia que prefiero no imaginar, en una bodega digamos, dos familias se reúnen, hablamos de familias rusas que son el equivalente a dos pueblos. Todos se casan entre ellos. Una cuestión de endogamia. En la mitad de la bodega una mesa enfrenta a dos personas, suelen ser hombres jóvenes con todo el futuro por delante pero a punto de tragárselo. Es una cuestión de compromiso. Lo que haga el uno tendrá que hacer el otro. Sino empezará una carnicería que quizás extermine las dos familias rusas. Es una cuestión de lealtad. No se puede sacrificar a tanta gente. Alguien tiene que estar dispuesto a sacrificarse por ellos.

Los individuos suelen tener algún entrenamiento militar. Su quijada erguida. Su columna estirada. Imaginemos que la escena da vuelta ante ellos para que podamos cubrir todos sus ángulos. El primer ruso saca de su bolsillo una navaja y procede a cortarse el lóbulo inferior de su oreja. El dolor es visible, palpable, tangible. Sostiene el pedacito de carne mutilada entre sus dedos mientras circunnavegamos esta situación inaudita. El contrincante que sienta frente al mutilado cierra los ojos y gritos de apoyo, insultos, escupitajos provenientes de su familia lo incitan a abrirlos. Al hacerlo, ve directamente como el primer sujeto se come su propia oreja. Pero esperen, eso no es lo peor. Él ahora deberá hacer lo mismo, sino una a una cada mujer de su pueblo serán degolladas frente sus ojos. Niños serán desmembrados. Viejos quemados vivos. Todo frente a él. Toma la misma navaja y sin pensarlo más se mutila no solo el lóbulo inferior sino toda la oreja. Se la introduce en la boca, la mastica. Sangre rueda por las comisuras de sus labios. El oponente lamenta lo sucedido. Ahora con su media oreja palpitante debe cortar cartílago. Con dificultad para desgarrarla, tendrá que proceder a arrancársela. ¿Por qué se cortó las uñas esa semana?. El dolor es imposible, pero lo utiliza como impulso para con la navaja ensangrentada, lubricada por sus propios fluidos, amputar el dedo meñique de su mano derecha. Un grito al unísono copa el eco de la bodega. Con su pulgar y dedo índice de la misma mano sostiene su dedo. Una papa frita bañada en salsa de tomate. En una situación demoníaca, es mejor usar la imaginación para redireccionar al subconciente lo que está pasando. Procede a morder su dedo. La carne cruda es tan difícil de masticar. Caucho. Hule. Poliuretano. La primera arcada viene cuando el diente toca el hueso. La falange humana es tan suave como un huevo de pollo. Olviden lo dicho, sino nunca volverán a comprar en Kentucky Fried Chicken. La cámara gira alrededor de este escenario caníbal, autocaníbal, autoantropofagia.

La carnicería dura solo un poco más antes que uno de los dos cae desmayado. En el piso lamenta que no lo haya logrado. Que su mano pudo salvar a sus abuelos, que su pómulo pudo salvar a su madre. Que la grasa de su estómago pudo salvar a sus hermanos. Que una tira de su muslo pudo salvar a todos. Ahora, mutilado, tendrá que vivir con la culpa del genocidio que ocurre por no haber tenido el estómago lo suficientemente fuerte para haberse devorado.