viernes, 20 de octubre de 2017

Año nuevo, cuento de Pablo Echeverría.

Cuando llegamos la mujer estaba llorando desconsoladamente. Pensamos que un familiar suyo había sido abatido en los atentados del día anterior, pero en sus manos se sostenía la pequeña figura de una niña. De lejos pensé que era una muñeca de trapo. La cabeza le colgaba con cierto desgano; de sus bracitos delicados se sostenían un par de gotas de sangre, tal vez una hilera de ella, pero los detalles no son mi fuerte; la zapatilla negra aguardaba en el portón, igual que si la muerte la hubiera tomado en plena huida: la mejor imagen que uno podría tener como postal para el recuerdo.
Nos acercamos sigilosamente y apagaron las sirenas de policía. No hubo palabras de ninguno de los dos lados. La mujer solo asintió con la cabeza cuando le informamos que debíamos llevar a su hija a la morgue. <<¿Dónde queda?>>, dijo, y me miró fijamente a los ojos con un horror que aún hoy me estremece hasta los huesos. <<Cerca de la gasolinera central>>, le dije, y subí al auto. No paró de mirar a la ventana con infinita tristeza, con la nostalgia de no volver a verla, de no poder acariciarla y
tener que soportar que alguien hubiera violado y asesinado a su hija.
Avanzamos lento por las calles atiborradas de gente. Entre empujones violentos y el tierno calor de la última noche del año. Nuestro trabajo no era otro que el de cargar a los muertos hasta la morgue para su reconocimiento.
Nadie creería cuántos desgraciados se mueren la víspera de año nuevo. Miré a la niña por largo rato y una mórbida idea de rozarla se me coló en el cuerpo. Sentí el asco de la soledad y acaricié mi pecho como si fuera el de ella, rozando entonces mis pezones, la aureola grande y suave, que poco a poco dejaba ver lo duros que estaban a través de la camiseta. La vi desnuda y crepitante ante el delirio de la muerte, rocé sus muslos con la yema de mis dedos y le apreté las manos heladas, de donde escurrieron unas gotas de sangre; pedazos de pelo y piel humana, unos pedazos de hombre, de padre, del culpable; toqué sus pequeños senos, y recorrí las marcas de los dientes: una mordida enorme se había tatuado en su pecho izquierdo, y un rastro largo de sangre se dibujaba hasta el ombligo, dejando ver la histeria del violador, del asesino que había arrancado su pezón derecho, seguramente masticándolo frente a ella; le apreté los senos como en una porno erótica, de esas que se hacen con niños, de esas que circulan por la Deep web o se “filtran” a través de P2P -pero esas son cosas para los entendidos que por el momento no valen la pena saber. Apenas y tuve tiempo recordé una escena de sexo violento en mi cabeza y todo ese horror tiró al piso mis sensaciones por la niña.
Mis compañeros hacían su trabajo. Carlos manejaba la ambulancia; Paco llenaba el formulario y yo era el encargado de ver que el cuerpo no se escapara por la puerta trasera – un trabajo que puede parecer tonto, hasta que ustedes se preguntan ¿cuántos muertos se nos resbalan al caer en un bache? Y, déjenme decirles que son incontables las veces que hemos confundido los brazos y piernas en torsos diferentes, hombres y mujeres que han pasado por transexuales por todos nuestros errores; no uno ni dos, sino centenares de cadáveres-, así que nadie se percató de aquel extraño acto. <<Qué te pasa, hombre. Otro día, otro muerto. Así es el trabajo>>, dijo mi jefe apenas vio la expresión en mi mirada a través de la pequeña portezuela metálica que nos separaba. <<No quiero volver a acercarme -ni siquiera a sostener el coche, pensé-. Háganlo ustedes>>, dije, y me senté lo más alejado posible que pude del cuerpo. ¿En qué clase de pervertido me había convertido? ¿Por qué hacía esto noche tras noche? ¿Por qué reía, o reíamos todos ante la indescriptible desgracia de continuar vivos? Ese recuerdo de escena porno: grotesca y sucia, intentó decírmelo. Realmente era el morbo el que me inclinaba a seguir viviendo, a levantarme por las mañanas y pasear en el parque una hora, ver los estrenos del cine Hollywood y masturbarme compulsivamente antes de ir de nuevo al trabajo, donde los muertos dormían sin nombre, casi sin rostro, sin una señal o una huella dejada sobre esta tierra -pero eso ustedes ya lo saben. La pregunta y esa respuesta tan buscada es si ¿Acaso no es el morbo el que nos lleva a todos, a ustedes y a mí, a revolcarnos igual que cerdos en lo podrido que está este mundo, a ver de frente, y sin inmutarnos, el peor de los males del hombre y su triste idea de huir del final destino?  
A pesar del largo camino y nuestro paso desacelerado, la imagen imperturbable de la felicidad quiteña se me embarró en los ojos hasta llegar a la morgue. No perdí la sensación de asco y- sin saber por qué la del miedo-  ayudé a bajar el cuerpo. Era liviano y muy delicado, supe entonces que la pequeña no rebasaba los doce años e intuí, de una manera extraña, que fue su padre quien la había violado. No quise entrar al congelador y de mi pecho la culpa me recorría hasta la garganta -igual que cuando se traga arena en el desierto. La imagen clara que divisé desde la ventana me hacía un retrato de la ciudad, de la última noche de ese año viejo, y separados por el cristal se alzaba, a lo lejos en el horizonte quiteño -un horizonte palpitante y agrietado, no muy lejos en el tiempo- una nueva cara, un año nuevo, desentendido de esta tragicomedia.
Pronto sería primero de enero y el personal de emergencias aguardaba quieto frente a la puerta, con un herido de puñalada, convaleciente en una camilla, sin la mínima posibilidad de sobrevivir un par de horas más. Escuché al coche arrastrarse y detenerse a mis espaldas, la niña y yo nos reencontramos en el silencio para fingir que la soledad ya no podía alcanzarnos. Me vi a mí mismo repitiendo la escena del cine porno con su espantosa mirada, con sus golpazos en el cuello y sus lacerados senos. Corrí hacia el baño y tomé mi tiempo para todo lo necesario. Volví, e intenté no mirarla, y, nuevamente, rocé su cuerpo tieso, aún cálido por el salvaje encuentro con su padre. Me dibujé la escena de nuestro exilio y entendí que sólo podía ser un modelo de pervertido si estaba solo, si nuestras fantasías se daban bajo los regímenes amorosos y privados. La imaginé de nuevo, pero esta vez, era ella una de las tantas niñas que protagonizaba los videos de pedofilia en internet. Estaba atada y su cuerpo colgaba en mitad de la habitación a oscuras, sentía el latir del silencio en su pecho, sentía la brisa y sentía el viento en su boca, en el espacio que estaba ahí en medio de nosotros antes del beso. Su padre comenzaba besándole el cuello, acariciando sus labios y metiéndole la lengua con pasión desenfrenada, pero yo sabía que él no sentía nada, que el hombre enfermo que estaba grabando necesitaba sentir poder y el dolor de otro ser humano para poder excitarse. De repente yo mismo aparecía en la escena, me acercaba lentamente y la cámara seguía grabando. Tomaba al hombre por el cuello y mordía el labio inferior hasta que este sangraba. Sentía en mi espalda sus uñas recorriendo mi cuerpo, desgarrándome. Escuchaba el llanto de Connie, sentía la única luz que iluminaba el cuarto acariciarnos a ambos e imaginaba al mirón tras la ventana masturbándose, a mi profesora de primaria tras la pantalla de su ordenador comprando el video, descargándoselo, poniéndolo a todo volumen cuando Connie gritaba después de que Flavio le arrancara el pezón derecho de un mordisco, con la sangre cayendo sobre su rostro y yo penetrándola salvajemente, bajo el régimen del amor a oscuras.
<<Oye, imbécil, camina y deja de mirar así a la niña, su madre te ha estado observando de lejos por largo rato y parece que no le agrada como la miras>>, dijo alguien, halándome desde atrás la bata y llevándome por todo el pasillo. Rápido me percaté de que la sala estaba llena del personal y distintos familiares. Busqué ocultarme, pero al entrar en una de las habitaciones cercanas me hallé agobiado por los trajines de la muerte. Todos buscaban un formulario y me forzaron a ayudarlos. No se podía con tanto polvo y las mil hectáreas de muertos empapelaban el suelo. <<Un formulario…para la muerte…>>, pensé, y sin querer en voz alta, eché una carcajada. Todos voltearon y de sus rostros, ya cansados, me atosigaron por un instante para que me callara y buscara más rápido.
Nada logramos con nuestros últimos esfuerzos, así que esperamos por largo rato adentro. Nadie quería dar una explicación y nos reunimos en la ventana a conversar mientras, en la ciudad, la fiesta comenzaba.
Más tarde, y con la seguridad de que ya todos se habían marchado para festejar el fin de año lejos de este lugar, salí a fumar un rato, tanta miseria ya me tenía harto y del cansancio, con mucha dificultad, apenas alcanzaba a apretar la caja de cigarrillos en mis manos. Vi a la madre de la niña aun esperando.  Imaginé una noche peor que la suya: la noche en que mi novia me dejó, escupiéndome en la cara y gritándole a medio mundo las verdades de mi familia, pero al instante se me clavaron sus ojos que no parecían cerrarse nunca. En su mirada, de infinita tristeza, se reflejaba todo ese irónico acto. Claro está, el de la muerte.
<<Señora, no va a poder llevarse a su hija hasta mañana por la tarde. Ya sabe, ajustes legales…>>, dije para evitar que se quedara. <<Si gusta puedo llamarle un taxi>>. <<La violaron. Su pezón está sobre la cama y todo su cuarto sigue lleno de sangre. Mi hija de doce años. Mi pobre hija. Mi Connie. Violaron a mi hija y usted espera que yo me marche a dormir tranquila sin ella. ¡Usted está loco!>>, gritó, y cuando escuché el nombre de la niña se me heló la sangre y palideció mi cara. Encarné la piel del padre y su figura me ató al incesto, pero más horrendo aún es que busqué entre mis sueños y vi que toda la escena era real, que yo no lo había soñado, sino que en algún momento la había representado. <<Señora, tenemos de esto todos los días…>>, dije buscando reconfortarla. <<Cállate, hijodeputa. Tú no entiendes lo que es la muerte de un ser querido.  No eres tú quien ha de despertarse por las mañanas a lavar esas sábanas, a botar a la basura su pezón o atesorarlo para siempre tras una vitrina. No eres tú quien vivirá sin las caricias de su hija, sin su voz o sus grandes ojos mirando al patio, mirando a todos lados…>>, gritó alterada, y con los ojos desorbitados. La mujer rompió en llanto. Dos guardias la rodearon y no hice más que imaginarme la escena porno que me llevó directo al baño, momentos antes: una niña en medio del set esperaba sentada a que comience la orgía. Dos hombres se acercaban lento para tocarse apasionadamente. Un primer plano del beso homosexual me permitía verme a mí mismo apasionado por otro hombre, obviamente Flavio, el padre de la niña, un asqueroso cerdo que me besaba con entusiasmo y me rasguñaba toda la espalda, y vi a la niña llena de moretones y con el cuerpo destrozado. Mi estómago no lo contuvo y vomité antes de dar un paso hacia la puerta de entrada cuando quise escapar. El personal del lugar corrió a mi lado y me llevó hacia adentro. Me colocaron en una banca helada y desalojaron a la mujer de todo el establecimiento.
Doce menos cinco en el reloj del baño y mi fechoría producida por la lujuria y la perversión yacía en el último lavamanos. Sumergí entera la cabeza en el chorro helado del lavabo que tenía en frente y apunté la secadora directo a mi cara.

Fui en busca de una pastilla, agua y una enfermera, pero al salir del baño me encontré con una ciudad alucinada e imposible. Miré por el frágil cristal que nos separaba y la noche crepitaba entre el delirio y el sueño. Todos se habían olvidado de nuestros muertos -de si el hombre que estaba en aquella camilla horas antes, ya habría fallecido, o si tenía si quiera familia; de si la niña que había llegado hace poco tiempo estaba embarazada, producto de violaciones anteriores, de si tal vez yo habría de cometer el mismo acto en algún momento o si ya lo había hecho-. A nadie le importaba lo que estaba sucediendo en esta parte de la ciudad, la noche entera estaba cubierta por un velo de algarabía y esperanza. Todos los médicos y asistentes, afuera, se fundían en un abrazo. 

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