sábado, 18 de junio de 2011

Ella vive en una casa abandonada - Ed Undo

Mis historias suelen tener un prólogo pero evito los epílogos por que en mi plan maestro nada debe terminar.

Ajeno a mis intenciones, un día pasé por una gran casa vacía de Urdesa. Afuera, un letrero grande y rojo anunciaba sin mucho afán un se vende. Regresaba de mi heladería favorita cuando algo llamó mi atención. Esa sensación de sexto sentido en celo atrajo mi mirada a esta casa que a pesar de estar en un lugar muy concurrido, nunca en mi vida había visto. Decidí entrar a dar un vistazo para entender que era la oferta que me interesaba de dicho inmueble.

La puerta estaba junta, sin ningún tipo de seguridad, casi me parecio que abrió un nanosegundo antes que la empujara. Como lo imaginaba estaba vacía, igual que la calle. Al entrar supe que algo extraño y triste empalagaba con luces de abadía esta hermosa casa. Bueno, debió ser hermosa en la plenitud de sus años, cuando seguro niños rondaron en silencio jugando a las cogidas en alguna tarde de domingo de algún verano pardo.

Sus paredes estaban integras y limpias, nadie nunca las había tocado. Ahí fue cuando mi pensamiento previo y sordo había sido incorrecto: nunca ningún niño jugó en esta casa. Tampoco un adolescente había pernoctado sin entender su excitación por sus pasillos. Estaba muy oscuro pero como anticipando el evento, mi llavero era una linterna de luz celeste. La primera proyección me recordó la aurora boreal. Su piso de marmol, su entrada de piedra, sus espejos en los que casi no se compartía mi reflejo. La cocina tapiada, los baños nuevos, casi sin uso, la lámpara de gotas de cristal, una mancha en una esquina del techo.

Di 11 pasos y llegué a una habitación grande, de papel tapiz marchito, de grandes roperos, que parecía vacía pero el olor era inconfundible: eran feromonas de mujer, la casa abandonada era habitada por alguien. Su aroma era fresco pero amargo, como si hubiese tenido que madurar muy rápido, salir de un capullo en gestación y verse a si misma larva antes de llegar a pupa. Me acerqué a un gran armario de madera. Nunca he sentido curiosidad pero algo me atraía hacia esa puerta entreabierta. Dudé por un momento, decidí no abrirla, no fuese que adentro hallase algo íntimo, disperso, algo intencionalmente dejado ahí para ser hallado por mi, como dije antes, entre todas mis carencias de humanidad, la que más destaca es mi falta de curiosidad.

Me acerqué a su cama, era demasiado grande para una persona, pero parecía casi planchada, nadie dormía en ella nunca. Noté que el sillón a su lado parecía gastado, un poco deformado por el constante uso sin intimidad que recibía constantemente. Me recosté, la sábana era cálida, la almohada llena de plumas de gansos que nunca vieron el sol. En el instante mismo en el que asenté mi cabeza sobre la almohada me arrepentí de lo que había hecho, quise retroceder mis pasos y volver a ser lo que había perdido. Nunca he sido curioso pero algo místicamente me había atraído a sus dominios, había caído como niño en la trampa más estúpida de mi historia: una puerta abierta.

Cerré los ojos como para borrar lo que acababa de ver y salí corriendo hacia la puerta esperando que aún estuviese abierta. Crucé el umbral pero regresé a dejarla junta y precisa como había sido encontrada. Corrí hasta que mis pulmones empezaron a expulsar nitroglicerina, hasta que mi cuello ardió como queriendo eyectar mi cabeza, mi cuerpo deseó poder invocar la combustión espontánea. Me detuve, había cometido un error aún más terrible que haber entrado, había dejado olvidado mi helado en una funda blanca y ruidosa, había dejado abandonado mi marmoleado de mora. Es que verán, cuando me recosté en la cama y miré hacia el techo, vi escrito en crayón el nombre la persona que vive en esa casa abandonada de Urdesa, en el techo estaba escrito: Nina.

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