miércoles, 31 de diciembre de 2014

Ángel de nieve por @MartínTorresQ

No recuerdo la última vez que me pude mover. Estoy atascado entre el suelo y el insoportable peso de los rayos del sol. ¿Cómo es que nunca antes lo había sentido? La soledad es contagiosa, aparentemente también la indiferencia. Nadie camina por aquí, todos se cambian de vereda. Ni siquiera los perros que se alimentaron de mi carne han asomado la cabeza por aquí en días.

Puedo sentirme. He descendido hasta el fondo, aquí no hay espacio, ni orgullo. Escucho pasos a lo lejos pero se desvanecen con la misma facilidad que un arcoíris lo haría en un desierto. Ya no tengo párpados, y casi no tengo ojos: la muerte no es como el sueño, ya no podré dormir nunca más.

Las personas, las circunstancias y mis decisiones me han arrojado en este terreno baldío. Nadie cerca para conversar, para decirle que no. El hedor de mi queja ya no es recibido por nadie, porque a nadie le importa que un cadáver tenga sed, o que un cadáver se ahogue. Sin embargo, espero que llueva… hace tanto calor.

Los perros, los perros. Podía sentir su aliento cálido, cómo golpeaba la carne expuesta, cómo se movían y cómo dudaban. El pequeño espacio entre olfato-deseo-mordida. Uno mordía mi garganta, otro rebuscaba en mi tórax. ¿Cuánto tardó en correrse la voz? ¿Era uno de ellos el mismo que arrancó mi nariz a mordiscos? ¿Era el mismo que se tragó mi lengua? La sangre, la saliva, el hambre… Pude sentir el hambre y la repulsión en la salada baba que resbaló hacia mi garganta. Ese animal no se avergonzaba de engullir mi carne podrida, pero podía sentir su desprecio por no serle de más utilidad.

Nunca antes había entendido la tierra de este modo. Nunca había sentido cada pelillo de mi piel restregarse contra el lodo, y el césped, y mis propios huesos. Mi piel me ha quedado grande. La carne me la han robado y han dejado mi esqueleto aquí, aunque en desorden. ¿Qué pensarán si algún día me descubren? ¿Seré para ellos alguna criatura deforme y condenada al exilio? De todas formas, ahora lo soy.

No hay ya una salida: yo ya estoy afuera. Lo que queda de mis tejidos está plagado por seres a los que he dado a luz sin darme cuenta. Carne de mi carne, que se devora a sí misma. No los veo, pero sé que están ahí. Se mueven, se regocijan entre la putrefacción del mismo modo que los niños de las películas hacen ángeles de nieve. ¿Cuánto tiempo ha pasado ya? ¿Cuánto tiempo falta para que la eternidad empiece, o se acabe? ¿Por qué no ha venido alguien a salvarme entero? Dividido en piezas valgo más, la naturaleza es sabia y no desperdicia nada.

Recuerdo que cuando estaba vivo escuché decir que los escarabajos viven un día. Tengo fijada la imagen de uno de esos animalitos, panza arriba, casi sólo esqueleto y sin una pata. Todo su cuerpo era una mina para las hormigas trabajadoras, un templo bendito en donde el maná se podía sacar de las paredes y transportar sin ningún reparo. Ahora entiendo. Ahora siento a esas mismas hormigas caminar por mi boca destrozada y escucho el eco de sus risas en mis pulmones. Un día, una vida, un segundo… Mi ventana solía ser el cuadro de un reloj análogo que, entre el tres y el cinco, marcaba (IIII).

¿Dónde está el túnel? ¿Y la doble moral? ¿Aquí está el infierno? ¿Dónde están mis amigos? ¿Y los cuervos sin alas de los que hablaba un santificado sea su nombre? Ni siquiera me queda la imaginación para tratar de deslizarme fuera de este pegajoso residuo de nulidad. En la noche los sonidos de los clics casi silencian a los sapos ebrios que se tambalean entre el canto y el eructo y por la mañana la tierra amanece húmeda; los gusanos conversan.

Por lo pronto, todavía me queda sentir la brisa… y escuchar al mar invisible que se pasea por la copa de los árboles y las horquillas de la hierba mala y el césped.

¿Cuántos cómo yo? ¿Tantos sin mí? Mi nombre nunca significó nada, tampoco mi apellido, peor el conjunto. Si me alejo lo suficiente, tal vez llegue hasta la playa, algún día, vuelto piedra de algún río. Hay un espacio que nunca debí tratar de llenar. Le tenía tanto miedo a la nada que empecé a pensar que existía un gran problema detrás de cada movimiento, empecé a crear un problema para justificar cada aullido; dejé mis libros sobre el velador y el óxido ya no poblará las cuerdas de mi guitarra.

El sol todavía entibia mi carne. Todavía existen poetas que se suicidan, manchas en el pavimento, péndulos hechos de carnes y huesos que bailan en el filo del vacío. La muerte no es un misterio, siempre está ahí. Es la vida la que me distrajo, la que me guió a la sordera universal y a los engaños que se tejen en los ojos de las personas, en sus cabezas, en la mía. Soy las eternas promesas que jamás cumplí y las mentiras que siempre traté de evadir.

Al menos aquí, no debo echar a perder el cálido colchón de una cápsula de madera. Tampoco me volveré polvo con el polvo de otros pobres diablos. Me han asesinado y un alma piadosa me arrojó en este espacio de nada: mi asesino se volvió mi dios. ¡Cuánto amor! ¡Cuánta brutalidad!

Las almas también están llenas de gusanos, y ninguna bandera reemplazará a los harapos y la ropa manchada de sangre y tierra. Mi retina me muestra la misma imagen día tras día, como el espejo en el que ya no me reconocía cada mañana, como un mosaico de colores que sólo cobra sentido cuando se ve de cerca. Sólo queda esperar que mis dientes se vuelvan granos de maíz; que mis costillas se vuelvan la boca de una carnívora blanca; que el olvido me alcance por segunda vez. Mi corazón se ha chorreado entre todas las causas perdidas, y los trozos que le faltan, y la saciedad, y el dolor. Pronto habrá sólo silencio. Si tan sólo pudiera ponerme de pie…

A nadie le importan las súplicas de un muerto.

Autor: Martín Torres
Nacido en el '91. Músico y autor de El síndrome de mi entropía (El Conejo, 2010).
Sus textos han sido publicados en Ecuador, Estados Unidos, Colombia y España.
Finalista en Narrativa Oblicua, Barcelona con Ciudad de concreto, la que se publicará en los próximos meses.
Twitter: @MartinTorresQ

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