martes, 23 de diciembre de 2014

La despedida del pianista por @MartínTorresQ

La fiebre agrietaba su conciencia. Casi no tenía fuerzas para sostenerse erguido. Intentaba una y otra vez concentrarse en las notas que salían, como si estuvieran ebrias, de su piano. Sus dedos parecían traicionarle y reaccionar instantes después de lo que su mente ordenaba… Sus ojos luchaban por mantener el hilo de las redes de cada compás; cada partitura, cada sistema parecía burlarse de él manteniéndose estático, altivo, inmóvil ante la perpetuidad de la tinta negra.

El pianista sabía que no le quedaba mucho tiempo antes de que el vapor cálido y húmedo de su interior terminara empañando sus ojos, cerrando sus párpados. Sentía a las teclas blancas y negras volverse un todo, una cebra eterna, larguísima, que lo hipnotizaba con calma; lo depredaba. Sus pies fallaban ante el acento del pedal y con cada nota que salía de las cuerdas podía sentir el martillazo que las hacía vibrar; las sentía entrar por sus oídos amortiguados y golpear cada fibrilla de su cerebro.

Así, el pianista luchaba con el veneno, con su enfermedad. Se movía torpemente entre el calor y el frío, entre su música y la demencia; lo sabía: estaba perdido. Sentía nausea y el nudo de su garganta parecía una dura pero gentil mano que apretaba su sensibilidad… Las lágrimas brotaban una a una, de forma periódica y se mezclaban con las gotas de sudor helado que escapaban de sus poros como navegantes espantados, al borde del naufragio: “Sálvese quien pueda.”

Era una lucha feroz entre la naturaleza y la razón pero ésta última se desvanecía en la oscuridad cada cierto tiempo, los dedos del pianista aún se movían, casi contra todo pronóstico… Cuando su mente volvía a su cuerpo, su mano derecha saltaba como una araña desde las teclas, tomaba el lápiz que el insano ser apretaba entre sus dientes: otro hito que lo anclaba a la realidad. Los dibujos de sus figuras a momentos rayaban en el garabato pero el músico volvía en sí, borraba y corregía, casi por inercia…

El pianista sintió el tiempo correr como la gota roja que bajaba por su nariz, rozando sus labios… Un beso casi homicida que marcaba, como campanadas de catedral en un infierno grande, que su fin se aproximaba. Los pulmones se le hinchaban y cada órgano se apagaba lentamente con una tentativa a resurgir. Los escalofríos subían y bajaban por su espina dorsal como cargas eléctricas pero el pianista se rehusaba a partir. Momentos después, el sudor en las yemas de sus dedos invadía las teclas de su viejo y leal amigo; casi de inmediato su mandíbula cedió, dejando caer su lápiz… Se contoneó en el vacío y cayó como un hueso embrujado… Nadie lo escuchó, entre los habitantes de las redes que descansaban sobre sus hojas…

Un golpe después, varias notas al mismo tiempo… La disonancia y la vibración quedaron flotando en medio del silencio. El cuerpo sin vida yacía apoyando sobre su viejo amigo, nadie más. El piano había sido testigo de la última melodía, la última nota… El último aliento. El pianista se marchó escuchando su música, la había amado hasta la soledad. El sonido quedó impregnado en los muros, en la sangre, en el veneno de su condena y su enfermedad.

Su piano le juró lealtad y confidencia; cuando la habitación quedó en silencio solamente los cielos lloraron su partida audaz. La lluvia golpeó la ventana del pianista y el reflejo del cristal reveló a un cadáver sobre la boca de un piano negro, con un particular… El pianista se había ido sonriendo…

Autor: Martín Torres
Nacido en el '91. Músico y autor de El síndrome de mi entropía (El Conejo, 2010).
Sus textos han sido publicados en Ecuador, Estados Unidos, Colombia y España.
Finalista en Narrativa Oblicua, Barcelona con Ciudad de concreto, la que se publicará en los próximos meses.
Twitter: @MartinTorresQ

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