martes, 20 de octubre de 2015

Undécimo mandamiento, cuento por Franklin Cevallos

imagen de moises de la Biblia y los mandamientos junto al título Undécimo mandamiento del autor Franklin Cevallos para el blog ficciondislexica.com

A la memoria de Eduardo Galeano

El inspector Gabaldi observaba desde el otro lado del cristal al individuo sentado en la sala contigua. Desde allí divisaba a un ser como traído de otro tiempo, de otra era, muy viejo, con la barba larga y blanca que caía y rosaba con la superficie de la mesa. El individuo llevaba puesto una túnica que otrora había sido roja y sandalias de un cuero gastado.

-¿Por qué lo han traído? -inquirió Gabaldi.

-Lo encontraron en las afueras de la Basílica gritando a los cuatro vientos que tenía un mensaje de Dios para el Papa. Dos gendarmes del servicio del Vaticano lo aprehendieron y lo han traído aquí para investigación -respondió Tattaglia, uno de sus subordinados.

-¿Sabemos ya quién es?

-No tiene identificación, ya lo han registrado. Pero dice llamarse Moisés.

-¿Moisés? -dijo Gabaldi dirigiéndose a su súbdito con asombro.

-Sí, como lo ha escuchado -contestó Tattaglia y añadió en tono burlón: «Creo que se trata de otro loco».

Gabaldi sabía perfectamente que ningún sospechoso debía ser pasado por alto. Llevaba quince años trabajando para el Corpo della Gendarmeria de la Ciudad del Vaticano y hacía apenas cinco que lo habían nombrado inspector general. Todo este trayecto le había dotado de una desconfianza exagerada. Gracias a esa capacidad adquirida logró escalar peldaño a peldaño las jerarquías de su departamento hasta llegar a ocupar el cargo que con furtivo orgullo ostentaba. En su juventud había logrado desentrañar un complot interno en contra de la seguridad del Vaticano. Hacía unos años supo también prevenir un atentado dirigido al Sumo Pontífice que ni la prensa ni los feligreses supieron jamás. Estas hazañas, entre otras, lo habían hecho acreedor de la admiración y el respeto de sus subordinados.

-Puede ser un loco como también un asesino. Entraré a interrogarlo -mencionó Gabaldi y posteriormente tomó su cuaderno de apuntes y se dirigió a la sala de interrogatorios.

La sala en cuestión no era más que una de las divisiones de la cámara Gesell de la oficina central del Corpo della Gendarmeria de la Ciudad del Vaticano, en su área pequeña apenas cabían una mesa y dos sillas. Detrás de la silla que regularmente el interrogador usaba se hallaba incrustado en la pared el cristal rectangular que hacía las veces de espejo y de canal visual para los agentes ubicados en la habitación vecina.

-Buenos días, soy el inspector Gabaldi.

El anciano le devolvió el saludo y preguntó: «¿Por qué me han aprehendido?».

Gabaldi tomó la silla desocupada, se sentó y serenamente dijo: «Cálmese anciano, usted no está privado de la libertad. Solo voy a hacerle unas preguntas que usted debe contestar con toda veracidad. Dígame su nombre completo».

-Me llamo Moisés -respondió el anciano.

-¿Moisés qué?

-Moisés, hijo de Amram, descendiente de Jacob.

-Vamos abuelo, no tengo tiempo para bromas -dijo Gabaldi dejando caer la pluma sobre la mesa.

-Digo la verdad, traigo un mensaje de Dios para el Papa -volvió a insistir el anciano.

El inspector Gabaldi miró directamente a los ojos del interrogado. Podía fácilmente reconocer la mentira en los ojos de cualquiera, ése era su don, pero en esta ocasión había algo distinto, algo indescifrable para su vasta experiencia. « ¿Y dónde está el mensaje para el Papa? », preguntó.

-Traía un mensaje, tus hombres me despojaron de él y de mi bastón cuando me aprehendieron.

Gabaldi se levantó y se dirigió a la pared junto a la puerta donde se encontraba un intercomunicador que conectaba con la habitación adyacente. Presionó un botón y luego vociferó: « ¡Tattaglia! Consigue el documento y el bastón que llevaba el anciano al momento que fue detenido». « Enseguida, señor» se escuchó desde el otro lado.

-Usted me tendrá que disculpar, -corrigió el anciano- pero lo que yo portaba no era un documento sino una placa de piedra con un mensaje tallado en ella.

La voz del anciano denotaba convicción.

-¿Una placa de piedra? –preguntó Gabaldi.

-Sí, y en ella está escrito el undécimo mandamiento.

-¿Undécimo mandamiento? –volvió a preguntar el inspector mostrando desconcierto en sus palabras.

Una voz los interrumpió desde el intercomunicador, era la voz de Tattaglia: «Señor, los gendarmes que detuvieron al anciano me informan que no llevaba ningún bastón ni mucho menos un documento. Lo han traído tal cual lo encontraron».

-Entiendo -dijo Gabaldi, cerró la comunicación y desde la puerta miró al anciano con un poco de desdén. «Espere aquí que ya vendrán a recogerlo», dijo.

Gabaldi, convencido sobre la condición mental de su interrogado, salió de la sala en busca de Tattaglia. Cuando lo encontró le ordenó traer al personal del hospital psiquiátrico para que se encargasen del anciano.

Pocos días después, mientras desayunaba y leía los periódicos locales, Gabaldi encontró un artículo donde se relataba la desaparición de uno de los enfermos del hospital psiquiátrico. Avanzó rápidamente por entre las palabras con su lectura fugaz para posteriormente darse cuenta que se trataba del anciano que él había interrogado. Su asombro fue monumental cuando leyó las últimas líneas donde al fin pudo enterarse del mensaje que el anciano traía. En dichas líneas se decía que una de las enfermeras del lugar había entrado al cuarto con el frasco de pastillas y había encontrado la habitación vacía; la enfermera quedó mayormente sorprendida cuando fijó su mirada en una de las paredes de la habitación donde se hallaba escrito claramente y con letras grandes: «Amarás a la naturaleza de la que formas parte».

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