lunes, 20 de abril de 2015

Carrusel, cuento por Lucas Yulee, tallerista de Palabralab

fragmento del cuadro el jardín de las delicias del pintor El Bosco con el título Carrusel cuento escrito por Lucas Yulee de Palabralab Ecuador

De la misma forma en que besaba al padre, besaba a su hijo. Irene retiró con delicadeza el rostro que tenía enterrado en su pecho. Lo contempló por un instante, conteniendo al principio unas ganas repentinas de vomitar y luego se sintió en calma, maravillada por el contacto de sus dedos con la cabellera húmeda de este. Hundió su nariz en la espesura de este reino y sintió la lluvia. Mantuvo los ojos cerrados por un instante, ansiando que el sabor de las gotas no se le escaparan de la lengua. Pensó, con gran alegría y una tristeza siempre acechante, en cómo las cosas ordinarias del pasado volvían a ella con una esencia renovada, dispuestas a hacerle sentir una vez más el placer de descubrir. En su cabeza el mundo le concedía el simulacro de una infancia, pero ella estaba segura de que sea lo que armara, no guardaría ningún parecido con la realidad.

El ruido de la lluvia no le dejo escuchar ninguna de las palabras que el sujeto en impermeable le gritaba a la distancia. Irene, sumida en un llanto, le gritaba también, sin poder entenderse a sí misma. No hubo una despedida o insulto final. Cualquiera que sea el ritual que celebre la separación de dos
extraños tendría que reducirse a la fría y silenciosa mirada que se propinaron el uno al otro. Permanecieron de esta forma por unos instantes y ella sintió que su alma se le escapaba a rincones desconocidos, donde lo conmovedor no distaba de lo perverso. El sonido de unas hélices irrumpió repentinamente la monotonía del aguacero, y luego un helicóptero sobrevoló el campo, en dirección al sujeto que había dado media vuelta, cojeando hacia el interior de una hilera de árboles que se extendía hasta las montañas. Irene lo siguió con la mirada hasta que su figura se perdió en el follaje, dejando caer simultáneamente a la tierra un pedazo de vidrio ensangrentado, aquel que había utilizado momentos antes para enfrentar a su captor. Pensó en las heridas que le había provocado y le invadió una sensación de remordimiento, pero luego pensó en las suyas, de una gravedad incomparable y corrió hacia la cabaña a toda prisa.

Dentro, el impacto de las gotas contra en el tejado le hacían sentir a Irene como si la golpearan en el vientre, y de a poco estos golpes se desvanecían en caricias. Trataba de no desplomarse mientras buscaba entre el desorden de la casa alguna pertenencia suya previa al secuestro. Registró la sala, donde las piezas de un rompecabezas se encontraban desparramadas en el piso junto a los trozos de unos platos que aun exhibían restos de comida. Pasó también por su habitación, donde la vista de las cadenas violentadas en el piso la llevan por poco al colapso. Solo le faltaba la habitación de su captor que tenía la puerta entreabierta, dejando a la vista una cama bien arreglada y un estante repleto de libros. Se paró en el marco para ver mejor, sin atreverse a entrar, y contempló una procesión de planos revistiendo media pared: Torres, carruseles, autómatas y otras cuantas particularidades concebidas en blanco y negro flanqueaban el retrato colgado frente a la cama a manera de figura religiosa o símbolo sexual. Pero la imagen no coincidía con ninguna de sus impresiones: era ella, con los ojos cerrados y una ligera sonrisa. Dormía.

Había pasado los últimos 6 meses de su vida encadenada al fierro de un calefactor. La cadena era larga y le permitía explorar cada rincón de la cabaña sin ningún impedimento, exceptuando la habitación de su captor la cual se encontraba con candado cada vez que este salía. No había teléfono ni ordenador, pero tenía a su disposición un catálogo interminable de libros el cual se agrandaba cada vez que ella lo solicitaba. También escribía. Escribía hasta el cansancio, ya sea en su diario o en la maquinilla, a la que su captor llamaba con afecto “la máquina de fuego”. De ella habían salido ya 21 cuentos cortos y las tres cuartas partes de una novela. Cuando no escribía jugaba al rompecabezas con su captor, con el cual mantenía extensas conversaciones que discurrían desde la filosofía y la literatura hasta nimiedades como el alimento favorito de una hormiga. Recordó con una sonrisa la charla sobre el gato negro de la rue Danton, esa noche se habían embriagado, terminado el rompecabezas por enésima vez y hecho el amor fervientemente sobre la mesa.

Irene lo observó mientras desayunaban. El hombre, surcando la tercera década, guardaba en sus ojos la melancolía de vidas pasadas, o como ella detallaba en su diario: cascadas de miseria reprimidas en el epitelio. Tenía destinada una fracción del cuadernito al estudio de su captor aunque cada vez que lo releía estaba más segura de que era testigo de una fantasía en vez de una disertación. Lo describía así: Posee una de esas distintivas sonrisas que ocultan los dientes. Creo que Freud diría “una de esas sonrisas que ocultan el alma”. Y en el apartado de inferencias sobre su personalidad se leía: Su mundo se lo ha construido deliberadamente hacia sus adentros, una vasta estructura que, desde los 14 años, se empezó a elevar sin que pudieran controlarse sus límites. Las fronteras de este mundo, su piel, y tan solo ayer experimente en ella. Creo que por fin estoy llegando a algún sitio, pero temo hacerlo sin la distancia que necesita un investigador. No sé qué me pasa. Estoy feliz. Con estas palabras concluía el estudio. Irene pensó, cerrando las puertas a toda vergüenza “Este es un hombre al que podría amar” y luego de pensarlo dos veces agregó con una sonrisa anticipada “pero no podré”.

Pasaron un mes sin hablar de esto, regresando a la rutina, a la soledad. Cada vez que intentaba recordarle el tema, el callaba; cada vez que ella imploraba por su libertad, él le decía -pronto- y se marchaba al bosque. El mundo exterior se había vuelto ficticio, pero al mismo tiempo estaba justo ahí, a unos cuantos metros, existiendo con una intimidad distante. Irene recordó todo esto y lloro descontroladamente mientras observaba el retrato de su imagen. Pensó en su confinamiento, en él y en sí misma, y se recompuso, agarrando la maquinilla y sus manuscritos, a los cuales guardó en una triple envoltura hecha con fundas de basura y luego abandono el lugar cargando un paraguas de colores.

Aún llovía afuera cuando el helicóptero sobrevoló el lugar por una última vez, antes de perderse en las montañas, y el ruido de sus hélices fue reemplazándose poco a poco por sirenas provenientes de la carretera. Irene se internó entre los arboles mientras los policías se bajaban de sus carros frente a la vieja cabaña en la que había vivido los últimos 6 meses de su vida. Camino por unos minutos, siguiendo el rastro de sangre que había en el suelo y distrayéndose, al alzar la mirada, con la extrañeza del cielo nocturno. La lluvia, o el diluvio para ser más preciso, había cesado finalmente, luego de 6 meses sin interrupciones, y en el cielo no quedaban nubes, estrellas o color, solo un inmenso abismo blanquecino donde ella estaba segura que no existía nadie, ni nada que valiera tres segundos de su reflexión.

imagen libre de derechos: fragmento del cuadro El Jardín de las Delicias de El Bosco
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