"La tercera siempre es la vencida", me repetía papá mientras me retiraba el cuchillo que yo le había ayudado a afilar días atrás. El torpe esperaba que le creyera después de los primeros dos huecos en el pecho y el barrizal de sangre sobre la mesa. “Apunta bien papá, es entre la cuarta y quinta costilla, cuéntalas”.
No, no crean que papá era un psicópata que mataría a su propio hijo;
bueno al menos no sin su consentimiento, es decir el mío. Yo, por otro lado,
ciertamente tenía algo desajustado en el cerebro. Tras años sin dormir repletos
de bisturís, retractores y otras abominables herramientas; luego de incontables
cortes y de repulsivos procedimientos para llevar órganos palpitando a mis
manos; de gritos, de llantos, de ella y de su muerte… Pero no, papá era
simplemente muy bueno con su hijo un poco demente.
No, tampoco soy suicida o masoquista. Todo había sido cuidadosamente
planificado: 400 miligramos de lidocaína robada al hospital, para que no
sintiera nada; la camilla con amarras; el desfibrilador improvisado con una
batería de carro. Papá tendría que resucitarme cuando todo haya acabado. Era
muy sencillo, verán, solo tenía que morirme un poquito para encontrar mi camino
hacia ella. Estaba desesperado y enviciado, busqué cientos de métodos, cada vez
menos ortodoxos, más experimentales. Entonces lo encontré en un estropajo de
hojas, de cuando la gente todavía creía en convertir las piedras en oro y en
que un clavo en la cabeza aliviaría mi locura. Y claro, papá era el único que
me apoyaría.
Papá cuenta y hurga entre mis huesos, como cuando me hacía cosquillas de
niño, buscando el lugar exacto para hincar con el cuchillo. No me duele nada
por supuesto. Pero siento el cuchillo, afilado con precisión, atravesar
pliegues de tejido, grasa y sangre hasta llegar al punto de desborde; siento
mis dedos extenderse al infinito, la gravedad le gana a mis pulmones; es como
pararse en un banquito y caer al vacío; caer en sus sonrisas y en sus cabellos.
Me abraza.
Ya les había explicado que no era suicida. Solo tenía que llegar a ella.
“¡Julián!”, veo a papá abofetearme. Veo su cara de alivio. Todo ha
salido como habíamos planificado; excepto, claro, ese par de huecos extras.
imagen libre de derechos: fragmento del cuadro El Jardín de las Delicias de El Bosco
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