lunes, 27 de abril de 2015

Emilio, cuento de Cecilia Manso Rodas, tallerista de Palabralab

fragmento del cuadro El Jardín de las delicias del pintor el bosco con el título de la obra Emilio de la escritora de cuentos cecilia manso rodas

Cuando tenía diez años, mis padres tuvieron que emigrar a aquel lugar de la costa sur de nuestro país; la actividad bananera, camaronera y aurífera de esa región, los había tentado a ir a probar suerte, aunque tenían que dejar por tiempo indefinido a su querida y reseca Loja. Ya instalados en aquel barrio de la ciudad de Machala, cerca de una escuela, pronto los amigables vecinos nos ayudaron a integrarnos a esa comunidad. Yo tenía amigos con los cuales jugábamos a la pelota, nos íbamos al río o a los esteros de mar. Fue en uno de esos paseos que nos acompañó Don Emilio, quien iba a bañarse al río porque en la ciudad había escasez de agua.

Tenía sesenta años, una esposa y ningún hijo; él era nuestro mejor vecino, se preocupaba por nosotros: hacía llevar los rechazos de banano, arroz, y lo que había en su finca para repartirlo entre los pobres, en las escuelas; todos lo queríamos por eso y por su especial forma de ser: tenía alma de niño alocado pero nos cuidaba, nos enseñaba a nadar, a andar en bicicleta, aunque de aquella manera tan suya: de un solo empujón.

Ese día en La Primavera, una playa del río Jubones, él se lavaba las manos en la orilla, y es lo último que supimos de él; cuando lo buscamos para regresar, solo estaba su bolso perfectamente ordenado, lleno de pastillas de jabón y toallas relucientes. Se nos acercó una señora de un poblado cercano y dijo que nos fuéramos, porque había un lagarto cebado. Corrimos llorando y gritando por aquel camino que nos llevaba a nuestro barrio, contamos lo ocurrido: que Don Emilio había desaparecido y que tal vez un lagarto lo había tragado.

La ciudad entera fue al río, las autoridades, la policía, hombres, mujeres, de todas las edades, especialmente sus amigos los niños y las niñas. Buscaron por mucho tiempo, y encontraron solo al lagarto, que era hembra y estaba en su nido; lo había hecho con girones de ropa del desaparecido. Se terminó la búsqueda, lo dieron por muerto.

Esa noche no pude dormir, estuve recordando a Don Emilio, mi cabeza estaba llena de imágenes e historias, como la de aquella vez afuera de su casa: cuando se miró las manos y según él estaban inmundas. Las había lavado algunas veces con abundante agua y jabón; lo hizo varias veces más y cerró la muy usada llave del agua - la cual había sido escrupulosamente lavada- no obstante lo hizo solo con la punta de tres dedos de su mano derecha. Ese era su ritual, lo había visto tantas veces. Igual atención, aunque menos tiempo, le dedicaba al secado de las manos, y luego las frotaba con abundante alcohol; eso lo obligaba a no tocar nada que él considerara sucio, lo cual era todo lo que lo rodeaba o que él no haya limpiado.

Esa mañana, al salir de casa rumbo al trabajo - al pie de la puerta- se encontró con uno de sus tantos conocidos, quien muy efusivamente le estrechó la mano, y con un gran abrazo le demostró todo el aprecio que le tenía; correspondió de igual manera porque siempre tuvo un gesto de cariño para todos, era una persona muy solidaria y generosa, pero cuando quedó solo al pie de la puerta le oí gritar:

-¡¡¡Pillyyyyyyyyyyyy!!!

Corrí a abrir el portón y lo encontré con los codos doblados alzando sus manos. Volvió a lavarse nuevamente. A la luz del sol, se podía ver su traje nuevo de casimir color gris desteñido; siempre usaba trajes arrugados, con bordes retorcidos, que dejaban ver los colgajos de los tornasolados forros de sus sacos.

Es así como lo recuerdo, con su obstinada lucha contra los microbios. En el patio de la casa ponía a hervir toda su ropa en una gran olla con agua, que descansaba sobre leña encendida; ahí había sumergido ese fin de semana el traje recién comprado, y otras prendas de vestir, ya lavadas. Así, a pesar de ser un hombre distinguido, no le quedaba nada que pueda lucir bien, y menos con el rociado con alcohol, que compraba todas las semanas por galones; pero que era lo que le aseguraba la perfecta limpieza de todo lo que quería desinfectar. Ya sus limpísimas manos habían adquirido un color blanquecino, como empolvado por algún talco, no sé si por resequedad de la piel, efecto del exceso de jabón, del alcohol o de los dos juntos.

No mucha gente sabía de esa manía de Don Emilio, y para nosotros no era algo importante; lo veíamos y le ayudábamos abriendo o cerrando las puertas, o corríamos a comprarle el alcohol si nos lo pedía. Muchas veces lo rodeábamos mientras se lavaba las manos, para oírlo; porque él sabía de todo y trataba que aprendiéramos. Era un hombre muy inteligente y lo mejor de él para nosotros era que sabía toda clase de historias: reales y fantásticas; a todos nos gustaba oírlas, y a mí especialmente las de fantasía, porque contándolas se transformaba; los ademanes y sonidos fluían por todo su cuerpo, encarnando a todos aquellos personajes de leyendas y cuentos improvisados por él, en las oscuras y calurosas noches de mi niñez. También eran muy solicitados los cuentos de terror, que basados en historias reales las convertía en escalofriantes e inolvidables narraciones que nos causaban pánico, especialmente cuando era noche y lo contado le “había ocurrido” a personas o habían sucedido en “ciertos lugares” cercanos a nosotros. Muchas veces, imagino cuando cansado de contar tantas historias, se desaparecía con cualquier pretexto y regresaba despacito, a esconderse y asustarnos con una calavera, que usualmente en aquella época se utilizaba en las casas para asustar a los intrusos, y con eso lograba que todos huyamos a nuestras respectivas casas.

Después de su muerte, muchas veces me parecía oírlo; pero esta vez, era de noche y me estaba llamando clara y largamente, con aquel silbido que él me creó:

-Piiiiiiiiiiiiillylliiiiiiiiiiiiiiiiinnnnnnnnnnnnnnnn

Un escalofrío recorría mi espalda, pero salí… y lo vi, era él. Había venido a contarme su propia y nueva historia: alzó sus brazos y perplejo descubrí que no tenía manos. Me dijo que nos quedemos tranquilos, que él estaba feliz sin el motivo de su obsesión.

imagen libre de derechos: fragmento del cuadro El Jardín de las Delicias de El Bosco
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