Había pasado cuatro horas de vehemente debate en medio de una
improvisada audiencia bajo un solazo, cuando Rorys Dagoberto Pinzón Mestanza,
alias Pollofrito, perdió su derecho de hacer reír a los demás. Durante varios meses
el negocio no había ido bien, así que Pollofrito decidió mudarse no sin antes
jurarle a su madrecita santa que buscaría mejor suerte en otro lugar, porque él
venía de una generación entera dedicada a divertir a los niños en incontables
matinés, cumpleaños, primeras comuniones, bautizos y demás eventos sociales;
vocación que había heredado de su difunto padre que descanse en paz.
Ser payaso no había sido una decisión fácil. Su padre hubiese
querido que se dedique a otra cosa, que se prepare, que sea médico, y cuando se
enteraron de que montaba pequeños espectáculos en el colegio lo llevaron directo
al psiquiatra, luego con un sacerdote y por último con un chamán; pero cuando
cumplió diecisiete años decidió que no iba a temerle a rebelarse al mandato de
sus padres, ni al futuro, ni a los fantasmas, ni a los insectos, ni a la sangre,
ni a ninguna de las fobias habidas y por haber, porque se dio cuenta de que en
la risa se encontraba la receta más efectiva contra el temor.
**
—Esto se está yendo
de las manos, Señor Ministro —esbozó temeroso el asesor del Ministro Nacional
de la Alegría y Artes del Buen Sonreír. —El Presidente de la Asociación de
Payasos
exige que le conceda una audiencia y usted sabe, sólo como consejo… —hace
una pausa y carraspea nervioso —es un año electoral.
El viejo político lo miró con mínima solemnidad, cejijunto por la
interrupción.
—Sólo los curas aconsejan, usted sugiere —dijo el Ministro.
En sus días de gloria había sido un político muy influyente. Su eslogan: «Pedro Moreno, saca lo malo y pone
lo bueno», había servido para justificar todo tipo de obras, como también de atropellos
y abusos de poder. Sin embargo, su buen
verbo, sagacidad y suspicacia le habían permitido sobrevivir en la arena
política. Quienes lo conocían y hablaban
personalmente con él, se divertían escuchando sus anécdotas, chanzas y extravagancias,
como la típica de arrojar un beso volado a todas las féminas que se cruzaban en
su camino al tiempo que silabeaba: «Mi amor».
***
Las calles se encontraban atestadas de invitados, agentes del
orden, curiosos, transeúntes e innumerables mercachifles; así como periodistas,
cámaras de televisión y teléfonos inteligentes porque las autoridades habían
decidido realizar un juicio público, simbólico y mediático, pero con carácter legal,
a petición del Presidente de la Asociación de Payasos en contra del Payaso
Pollofrito por competencia desleal, ya que éste no pertenecía al colectivo de
payasos, ni estaba inscrito en el Ministerio de la Alegría y del Buen Sonreír.
Moreno se había autonombrado juez del caso, y se designó al payaso
Frejolito, Presidente de la Asociación de Payasos, como fiscal. El jurado tenía que ser el pueblo, porque como
decía Pedro Moreno: «La voz del pueblo es la voz de Dios», aunque en realidad,
cualquier pendencia, para él, era oportunidad para exponerse y tratar de obtener
votos.
Se escogió un barrio tranquilo en el sur de la ciudad: una calle
cerrada, ataviada con una alambrada aérea de banderitas de colores y pancartas
sostenidas en postes de luz y balcones, con leyendas a favor y en contra del
acusado. Se colocaron sillas para que el
público pueda ver cómodo el espectáculo y además, se contrató un DJ con la infaltable
música popular que animaba a la muchedumbre.
Pollofrito llegó vestido con uno de sus mejores trajes: una
chaqueta blanca adornada con retazos de tela color carmesí de diversas figuras
geométricas cosidas a mano, con grandes botones circulares de color negro
enfilados verticalmente sobre el pecho. Sus
pantalones eran verde claro con pequeños cuadrados de todos colores; zapatos
rojos talla cincuenta y ocho, y un nomeolvides azul en su mano derecha. Por lo demás, su rostro pintado con aceites y una
prominente sonrisa roja, lo hacía lucir aún más gracioso cuando defendía su
derecho a divertir, sin pertenecer a ningún grupo o colectivo de payasos.
****
— Vea señor juez, digo… excelentísimo señor Ministro —haciendo copiosos
aspavientos con las manos, —Usted, no me puede negar mi derecho a trabajar
libremente en esta comunidad porque yo tengo una familia que mantener. Sepa usted que yo soy MUY pobre señor
ministro, TAN pobre, que vengo de una familia donde el ÚNICO que come gallina…
es el gallo —la audiencia rompió en risas, y así fue durante un buen par de horas
porque los chistes irreverentes del payaso iban y venían, hasta cuando empezaron
a tocar al indignado juez y a su discreto peluquín engomado al cráneo. Moreno espetó al payaso casi sin poder
contener su ira.
—Ten cuidado, payasito, porque tus bromas podrían incluso costarte
la vida.
A lo que el payaso nuevamente respondió sarcástico.
—Mire, señor juez… digo
excelentisisísimo Ministro, yo no tengo miedo y no planeó morirme hasta cumplir
los ochenta años, en la cama, con una mano sobre las caderas desnudas de una
jovencita de dieciocho años y en la otra, un whisky de la misma edad. —Más risas del público.
Al Ministro se le demudó el rostro con tanta osadía, así que
cansado dio su veredicto y fijó una multa.
—Se le prohíbe al payaso seguir divirtiendo, y por ende, aceptar
cualquier trabajo fuera de la Asociación y del Ministerio, y le aseguro que la
próxima vez que incumpla tal mandato, usted «payasito atrevido», irá
directamente a la cárcel.
*****
Poco a poco las risas se fueron apagando al mismo tiempo que se
apagó el show. La audiencia abandonó el
lugar y los vendedores ambulantes agotaron sus existencias. Los periódicos se vendieron, los programas de
noticias obtuvieron su rating. La
sociedad aceptó el veredicto del Ministro con la más absoluta desidia moral. El Ministro se embolsicó los votos de la
Asociación de Payasos, y Pollofrito por primera vez en muchos años, volvió a
sentir miedo.
imagen libre de derechos: fragmento del cuadro El Jardín de las Delicias de El Bosco
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